Moda ‘eco’, cuestión de Estado: las ‘best practises’ se agotan y entra en juego la ley


La industria de la moda no sólo se enfrenta a retos propios del sector como el acceso a las materias primas, sino que está cada vez más en el punto de mira de medios de comunicación y grupos de presión social.

La sostenibilidad se ha convertido en uno de los ejes estratégicos del negocio de la moda. No se trata ya de elaborar sesudas memorias de responsabilidad social corporativa ni listados de buenas prácticas ni tan siquiera dar con etiquetas o certificaciones. En menos de dos años, este concepto antes ambiguo, intangible y volátil se ha transformado en uno de los vectores que acompañan a todas las decisiones de las empresas.

 

La industria de la moda no sólo se enfrenta a retos propios del sector como el acceso a las materias primas, sino que está cada vez más en el punto de mira de medios de comunicación y grupos de presión social. Desde el Pacto de París para reducción de emisiones de CO2 a fenómenos como la joven activista Greta Thunberg, surgen movimientos que están acelerando el cambio social y político, iniciándose la cuenta atrás para que aquello que hoy es cuestión de buena voluntad, en breve será ley, con nuevas normativas que penalizarán la externalización de costes laborales, sociales y medioambientales.

 

La industria de la moda es el tercer mayor sector manufacturero del planeta por detrás de la automoción y la tecnología. Su elevado consumo genera puestos de trabajo y crecimiento económico en países en vías de desarrollo. Pero el impacto que genera en sus sociedades y en el medio ambiente empieza a resultar preocupante.

  

 

Es más, comenzó a ser alarmante cuando empezaron a publicarse sus previsiones de crecimiento: el consumo de ropa se incrementará un 63% en 2030, pasando de 62 millones de prendas vendidas en 2017 a 102 millones dentro de trece años, según el informe Pulse of Fashion 2017, de Boston Consulting Group. Se calcula así que la industria de la moda necesitará utilizar un 35% más de superficie cultivable para la producción de fibras textiles, el equivalente a 115 millones de hectáreas más.

 

Las actuales redes de aprovisionamiento de la industria de la moda también tienen un impacto en las emisiones de dióxido de carbono (CO2), que están generando el cambio climático. Se estima que el sector genera 3.300 millones de toneladas de emisiones al año, provocadas en su mayoría por el transporte aéreo, según la Ellen MacArthur Foundation.

 

En cuanto al uso del agua, se calcula que sólo este sector consume 79.000 millones de metros cúbicos de agua de fuentes naturales, ya sea para el cultivo de algodón como para los procesos industriales del tintado, el acabado y el lavado de prendas. El algodón, de todos modos, es el mayor consumidor: para la producción de un kilo de esta materia prima (el necesario para una camiseta y un par de vaqueros) se necesitan cerca de 20.000 litros.

  

  

Pero las fibras sintéticas tampoco parecen ser la solución porque no dejan de ser derivados del petróleo y su impacto en el medioambiente es el mismo que el de las bolsas o las botellas. Por último, se calcula que el valor de la ropa que no se llega a utilizar y que no se recicla podría ascender a más de 500.000 millones de dólares.

 

Según la Organización de Naciones Unidas (ONU), la moda es la segunda industria más contaminante del planeta después de la del petróleo. El organismo internacional le dio en 2016 este calificativo por ser el sector que produce el 20% de las aguas residuales y emite más CO2 que todos los vuelos internacionales y barcos de mercancías juntos.

 

Los grandes grupos globales de presión han puesto a la moda en su punto de mira y, según los expertos, sólo es cuestión de tiempo que empiece a legislase en este sentido. Todo parece indicar que, después del vidrio, el papel y el plástico, el próximo artículo de gran consumo que será obligatorio reciclar y tratar será el textil.

 

 

Este camino parece imparable por el creciente interés de la población en el cuidado del planeta. Los resultados de las últimas elecciones al Parlamento Europeo, celebradas en mayo de 2019, son indicativo de ellos.

 

En ellas, el Grupo de los Verdes/ Alianza Libre fue la cuarta fuerza más votada, sumando veinte europarlamentarios nuevos hasta alcanzar un total de setenta. En Alemania, Los Verdes fueron el segundo partido con mayor número de votos; en Francia, el tercero, y en Reino Unido, el cuarto.

 

De buenas prácticas a ser la ley

El cerco sobre el modelo de negocio del fast fashion empieza a estrecharse. Los gobiernos británico y francés han sido los primeros en pronunciarse al respecto, así como el consistorio de la ciudad de Nueva York. La presión de la Administración pública ha empezado a crecer y, en gran parte, se debe al coste que representa la destrucción de toneladas de residuos textiles en sus vertederos. Aquello que empezó siendo un puñado de buenas prácticas en las memorias de responsabilidad social corporativa de las empresas, en unos años llegará a ser de obligado cumplimiento por la legislación.

 

 

Diciembre de 2015 supuso un punto de inflexión. El Pacto de París, el acuerdo contra el cambio climático que firmaron 195 países, sienta las bases para que los gobiernos legislen para evitar que se eleve la temperatura del planeta y trazar el camino de una economía baja en emisiones de gases de efecto invernadero.

 

El pacto no sólo sirvió para que los representantes de 195 países admitieran que el cambio climático existe, sino que reconocen que el aumento de la temperatura es responsabilidad del hombre y puede combatirse estableciendo las medidas adecuadas.

La presión social también aumenta. Ya no es sólo Greenpeace. En diciembre de 2018, una adolescente sueca de 16 años, Greta Thunberg, intervino en la conferencia de la ONU sobre cambio climático que se celebraba en la localidad polaca de Katowice.

 

 

La joven activista se subió al estrado de aquella cumbre tras una meteórica carrera de apenas cinco meses después de protagonizar una huelga en solitario para protestar contra la inacción de los gobiernos contra el cambio climática. Cada mañana, Thunberg acudía a las puertas del Parlamento sueco para sentarse en la acera y desplegar pancartasde “Huelga escolar por el clima”.

 

El Parlamento británico constituyó a mediados de 2018 un Comité de Auditoría Medioambiental para analizar el impacto medioambiental que generaba el modelo de negocio de los dieciséis mayores retailers británicos, con una facturación conjunta de 32.000 millones de libras (42.000 millones de euros), entre los cuales se encontraban

Marks&Spencer, JD Sports, Boohoo o Asos, entre otros.

La Cámara de los Comunes dio este paso después de hacerse público un informe que desvelaba que cada año se tiran a los vertederos 300.000 toneladas de artículos de vestir, el equivalente a un camión de basura lleno de ropa por segundo.

 

Las conclusiones de aquel grupo de expertos de la Cámara de los Comunes fueron devastadoras para la industria de la moda. El comité calificó el modelo del fast fashionde “explotador” e “insostenible”, poniendo en entredicho este sistema, que llevó a un exceso de consumo y que genera, en consecuencia, un exceso de residuos, además de fomentar un empleo de salarios bajos.

 

 

“El actual modelo de explotación y daño medioambiental de la moda debe cambiar”, afirmaba el documento. En sus recomendaciones finales, el informe señalaba que es obligación del Gobierno británico poner fin a la era de la moda desechable y, entre la batería de propuestas, sobresalía la de una tasa de un centavo por prenda para frenarlo. Finalmente, el Ejecutivo optó por descartar cualquiera de las recomendaciones realizadas por el Comité, pero fijó en 2025 la fecha para tomarlas de nuevo en consideración.

 

También el Gobierno francés ha movido ficha al respecto. El Ejecutivo galo prepara una ley para finales de 2019 que limitará prácticas poco éticas en el sector de la moda. Una de estas

es la destrucción de prendas que no se venden.

 

La iniciativa parte de la Secretaría de Estado del Ministerio de Transición Ecológica y nace de una idea de 2018 del primer ministro Edouard Philippe, quien realizó un conjunto de cincuenta demandas para activar la economía circular. Parte de esta polémica vino después de hacerse público que H&M acumulaba en sus almacenes ropa por valor de 3.400 millones de euros y que gran parte terminaba incinerándose. Que suceda en Francia no es baladí. El Gobierno galo es uno de los pioneros en la Unión Europea en políticas medioambientales. El país decidió prohibir los platos y cubiertos de un solo uso mucho antes de que lo hiciera Bruselas para el conjunto de la Unión Europea.

 

  

El pasado junio, justo después de que el partido ecologista francés (Eelv) se catapultara como la tercera fuerza política del país en las elecciones europeas, Philippe se reafirmó y aseguró que la medida forma parte de un proyecto de ley que el Ejecutivo francés está ya elaborando y que entrará en vigor antes de 2023.

 

En esta misma línea, el Ayuntamiento de Nueva York también ha empezado a dar sus primeros pasos en esta línea. El consistorio se unió a la Ellen MacArthur Foundation para impulsar la circularidad de la ropa en la ciudad, una de las capitales del mundo del sector.

 

El consistorio tomó esta decisión después de que su departamento de Sanidad hiciera pública la cifra de 91 millones de kilos de ropa anuales en los vertederos de la metrópoli. Entre marzo y junio de 2019, Nueva York habilitó 1.100 puntos de recogida de ropa en tiendas de moda, centros de reciclaje y locales de diferentes entidades para buscar fórmulas para su reciclaje.


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